Sea cual sea la causa –el declive en los precios del petróleo, el escaso peso de los impuestos frente al PIB o el creciente déficit fiscal en los gastos del Estado–, la realidad es muy concreta: el sistema tributario no genera en los últimos años el recaudo suficiente para proveer los bienes públicos a cargo de la Nación, ni para cumplir en forma adecuada con los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales que la Constitución consagra. 

Sin embargo, no puede ser cualquier reforma. La vía más fácil, efectiva y segura para aumentar las arcas estatales puede ser el incremento del IVA, pero es una ruta regresiva e inequitativa cuando el ingreso fiscal que genera no se ata a compensaciones y no se utiliza con políticas focalizadas para aliviar desigualdades y favorecer a la población más vulnerable. Hoy en día, los estratos más bajos dedican cerca del 4.5 por ciento de sus ingresos para el pago de dicho tributo, mientras los más ricos solo dedican el 2.8 por ciento para el mismo pago. Como se sabe, este tipo de impuesto no consulta el estado del bolsillo: se cobra la misma tasa sin que importe el grado de holgura económica.
Tres puntos más de IVA aumentarán la brecha, estremecerán la inflación y castigarán el consumo. Su administración, de suyo problemática, se hará más compleja. 

Otro impuesto indirecto, el que se propone para la gasolina, si bien se paga por los productores en las ventas, en su retiro para consumo o en la nacionalización como impuesto al carbono conserva similar criterio: como se traslada al consumidor, afecta especialmente a la clase media y, en razón al incremento que genera en los costos del transporte, termina golpeando con mayor fuerza a los más pobres. 

De igual manera, incorporar al sistema de tributación un monto salarial menor para ampliar la base de los contribuyentes, se convierte en medida regresiva. Por esta vía, las tarifas se hacen mayores y más efectivas para los rangos inferiores y medios que carecen de ingresos diferentes al que obtienen por su salario; se castiga la nómina en la plataforma de la pirámide. 

IVA, gasolina y base tributaria son solo tres ejemplos de cómo la reforma propuesta no apunta a reducir la brecha social. Para hacerlo, es necesario echar mano a reales impuestos progresivos que disminuyan la desigualdad aplicando políticas de solidaridad tributaria entre grandes y pequeños ingresos de empresas, entidades y ciudadanos. Si bien algunas de estas decisiones se vislumbran con la reforma, son todavía débiles y no están todas las que son: la reducción de algunas exenciones y privilegios tributarios hacia el futuro es aún tímida y las cargas recaen más sobre ingresos de trabajo que sobre ingresos de capital. La simplificación, así como los incentivos para la inversión en beneficio del empleo formal y el crecimiento económico, no ofrecen certeza absoluta: deberán pulirse y probarse en la práctica. La reforma tampoco aparece acompañada de ágiles estrategias ni de drásticas medidas contra la corrupción. 

Finalmente, la reforma no logra resolver diversos asuntos estructurales: no contiene una visión sobre el conjunto de las finanzas públicas; no moderniza la DIAN para lograr una administración tributaria que reduzca los niveles de evasión y elusión; pero, sobre todo, no considera un análisis integral sobre la eficiencia del gasto público y la solución definitiva a temas fundamentales como el pensional, la reforma al sistema de salud, la democratización del mercado de capitales o el salvamento para las universidades estatales. 

Justamente, con respecto a la educación superior, subrayamos un aspecto importante. Si bien la propuesta de reforma sustituye los recursos CREE entregados a las instituciones públicas de educación superior, la destinación del 0.6 del recaudo continúa afectada por diferentes inversiones que no garantizan su focalización exclusiva para el sector, sino, por el contrario, su depreciación y el abandono paulatino del auxilio para las universidades. 

Desde luego, no es posible en una breve columna como la presente analizar a profundidad los aspectos favorables y los contraproducentes de la reforma. Lo cierto es que solo un debate abierto, sosegado y técnico en el Congreso de la República que escuche y sopese consideraciones diversas podrá depurarla, hacerla más justa, eficaz y efectiva.  

El sector universitario y educativo debe estar atento a las dinámicas del debate político y jurídico que en el Congreso suscite la reforma. El momento es crucial y definitivo. El sistema de financiamiento de la educación superior estatal creado por la Ley 30 de 1992 está en plena crisis y una reforma tributaria no puede ignorar semejante hecho. 

*Rector Universidad Pedagógica Nacional