Al proponer reformar el Sistema General de Seguridad Social en Salud a través de la combinación de una Ley Estatutaria, ya aprobada, y una ley ordinaria en discusión, el Gobierno ha dejado claras al menos tres cosas que resultan bastante discutibles.

Primero, que no le gusta el esquema de aseguramiento individual derivado de la Ley 100 y que, en su opinión, era necesario darle un vuelco radical. Si bien, y por fortuna, no volvimos a los límites absurdos del proveedor único estatal, si resolvimos meterle mucho más Estado, mucha más centralización y mucha menos competencia.
 

Segundo, que cree que los grandes problemas que aquejan la provisión de este servicio se derivan de la intermediación privada de una parte de los recursos que financian al sistema.
 

Tercero, que la falta de correspondencia entre lo que aporta cada vinculado al sistema y la canasta de servicios a la que todos tienen derecho fundamental, no es un problema relevante.
 

Criticar el esquema de aseguramiento individual con base en casuísticas escandalosas, es todo un deporte nacional y traducir la indignación ciudadana al “publíquese y cúmplase” de la disposición legal es cosa de todos los días.

No obstante esta realidad, lo sorprendente es el reconocimiento que el Gobierno hace en su exposición de motivos a los indiscutibles logros que permitió la Ley 100, previa su decisión de agarrar a patadas la columna vertebral que los explica.

Sugerir que la creación de un monstruo estatal, encargado de ejecutar las decenas de millones de operaciones (recaudos, novedades y giros) que el sistema reporta cada día mejorará la eficiencia de un sistema cuyos costos administrativos no hicieron sino bajar a lo largo de los años, es una hipótesis contraintuitiva que carece de sustento conceptual o empírico. Mucho me temo que esta reforma, por la sola vía de la parálisis que engendrará sin remedio la peculiar solución para encarar las ineficiencias de las EPS, lejos de aliviar, ahondará el resentimiento ciudadano hacia el sistema.
 

Segundo, cuando el aseguramiento individual es provisto por el sector privado, su mala imagen intrínseca se exponencia en un país cuya animadversión al ánimo de lucro hace parte del ADN cultural. El caballito de batalla aquel de “la salud no es un negocio” sigue mutando de sonsonete impreciso a disposición legal.

Ya están escriturados o en discusión avanzada mecanismos concretos de intervención estatal como el control de precios y el cercenamiento al aprovechamiento de las economías de escala y de alcance, en figuras como la delimitación geográfica y la integración vertical. Mucho me temo que esta reforma, por la vía de fustigar la iniciativa privada, terminará engendrando, en la práctica, un sistema dual consistente en un sector en decadencia, castigado por la sobrerregulación –el anterior SGSSS– y un sistema no regulado en el cual el sector privado se dedicará a innovar y competir, para beneficio de quienes pueden pagar un aseguramiento adicional al obligatorio, el cual dejarán de usar. Esta dualidad va, por supuesto, en total contravía de la equidad que todos queremos ver.

 

Por último, es absolutamente sorprendente que se haya decidido eliminar el concepto de Plan Obligatorio en Salud, es decir la definición de aquel conjunto de bienes y servicios a los cuales la vinculación al sistema general da derecho.

La figura es esencial, inherente a cualquier sistema de aseguramiento y reemplazarlo por un libro prácticamente abierto equivale a darle un golpe mortal, dejando en cabeza de los contribuyentes la diferencia entre lo que los profesionales médicos (y los jueces) consideran para cada caso particular y la cruda realidad de las restricciones presupuestales. Aunque el Gobierno parece haberse percatado de la magnitud del lío, logrando introducir una cláusula atinente al derecho a la estabilidad fiscal, lo cierto es que quedaron enquistados los interminables jaleos constitucionales en torno de la jerarquía entre derechos fundamentales.
 

La salud ha empezado el camino de regreso y mucho me temo que en el puerto de llegada nos espera una dualidad socialmente regresiva y un lío fiscal mucho más severo que el que nos aportó el ISS de antaño, por la sencilla razón de que cobertura (y por ende la contingencia) hoy es 100%, contra el 20% de entonces.

Tomado de :dinero.com